Espiritualidad para el siglo XXI
Eduardo Casas
1. Todo cambia
Acerca de los adultos mayores y de esa etapa de la vida de la cual tenemos muchos prejuicios. Tal vez a algunos le queden muchos años por delante para llegar a esa fase del proceso. Quizás otros estén cerca y algunos ya la estén viviendo. A todos nos tocará, si tenemos el tiempo suficiente.
El siglo XXI se caracteriza por el cambio de los paradigmas socio-culturales, el modo de entender y de vivir las diversas realidades. La consideración de la última etapa del camino humano ciertamente no está ajena a este fenómeno. En gran medida nuestra sociedad tiene una inmensa deuda pendiente con los adultos mayores. La vejez -y todo lo que implica- resulta un tabú y un motivo de invisibilización ya que muchas veces los adultos mayores no son registrados socialmente.
La vejez no es sólo un hecho que llega necesariamente con los años sino, además, es un aprendizaje existencial que lleva tiempo y energía. No basta sólo con ser viejo: es necesario aceptarlo y aprender a serlo.
Este aprendizaje es necesario para transitar esta etapa de la evolución humana siendo plenamente conscientes y felices de ese momento que vale la pena ser vivido lo más intensamente que se pueda.
Los prejuicios son muchos y, algunos, sostenidos por las mismas personas que están transitando este ciclo humano, el cual no tiene por qué ser un declive. Al contrario, puede ser la consumación de todo el proceso con su propia dignidad y su disfrute.
Ser mayor no quiere decir ser viejo. Tanto la juventud -como la vejez- no son cuestiones cronológicas o simplemente etapas de maduración físico-psicológicas. Son -ante todo- una actitud de consciencia y una mentalidad frente al hecho de vivir. No es una cuestión de años sino una disposición. Es una de las etapas más libres del ser humano. La vida –en sus múltiples posibilidades- nos da a todos un camino de regreso y muchos adultos mayores ya están de vuelta.
Paulatinamente se va transformado la comprensión del envejecimiento. Antes una persona de 50 años era añosa. Hoy eso no es concebible. La expectativa de vida se ha prolongado y la calidad de vida es mayor. Incluso la sobrevida -después de la jubilación- va de 25 a 30 años y se considera un tiempo para seguir haciendo cosas y actividades en las que se prioriza la posibilidad de crecer y de placer. Lo más importante es nadie se jubila de la vida.
2. Imperfección y plenitud
La vejez no es una enfermedad, ni una imperfección, ni un error de la naturaleza. Es un estado natural y constituye una sabiduría de la naturaleza. Es un modo de estar vivo en el que se puede ser totalmente consciente, acabadamente libre, intensamente vivo y plenamente feliz.
La vida siempre es imperfecta en cualquiera de todos sus ciclos. Sin embargo, cada etapa tiene su singularidad y su belleza única. No sólo la vida, nosotros somos igualmente imperfectos y -a pesar de serlo- podemos ser felices. Hay que felices en virtud de que somos imperfectos. Si uno espera lo ideal para ser feliz, nunca llegará a serlo. Nuestra propia imperfección debe ser la fuente de la felicidad.
Vivir en el mundo real, vivir la vida real y vivir la edad real nos asegura la felicidad. No hace falta ser perfectos. Sólo hay que ser felices. Empezar a ser feliz con la propia imperfección. La vida -con su dinamismo, su fuerza y su pasión- es la vibración e intensidad.
La vejez está conectada con la fuente de la vida y de la felicidad. No tiene que ver con los años sino con la vida. No es lo mismo los años de la vida que buscar la vida de los años. Estar vivos nos hace poner en movimiento el cuerpo y el espíritu, las realidades y los sueños. La existencia es continuamente cambio, transformación y transfiguración. La vejez forma parte de ese proceso.
3. Miedo a envejecer
Muchas veces pareciera que envejecen los otros, no nosotros. Por nuestra parte nos sentimos igual. Las nuevas generaciones son nuestro espejo y nos reflejan, como por contraste, en nuestro actual. Es la mirada del otro la que nos devuelve nuestra imagen. Las fotos y los espejos nos develan.
Siempre hay una resistencia y hasta un cierto rechazo a envejecer. No es fácil aceptar la vejez. Resulta difícil asumirla y vivirla. El miedo a envejecer refleja el temor a los riesgos y la inseguridad que tiene el declive de la vida y de las fuerzas, el avance de las enfermedades y de esa ineludible soledad que conlleva esta etapa de la vida.
Ciertamente hay un temor saludable al proceso de envejecimiento por las vulnerabilidades que conlleva. Nuestro cuerpo va sufriendo una serie de modificaciones morfológicas y fisiológicas, y nuestra psiquis va teniendo alteraciones. Sin embargo, la vejez no sólo padece pérdidas –de fuerzas, de memoria, de belleza y de juventud- sino, además, tiene algunas ganancias: la experiencia, la madurez, la aceptación, la consolidación de los valores personales y del sentido de la existencia, el sentido del realismo, entre otras cosas.
Cuando se siente un rechazo patológico y un intenso miedo irracional a envejecer se produce una fobia que se llama “gerascofóbia”.Los gerascofóbicos suelen tener conductas narcisistas, exaltación de lo estético y sentimientos de insatisfacción por no haber alcanzado algunas metas. Sienten temor al espejo, a las fotos y a todo aquello que esté relacionado con la devolución de la propia imagen.
Vivimos en una sociedad que padece con el complejo de Dorian Gray. Recordemos que El retrato de Dorian Gray es una novela escrita por el autor irlandés Oscar Wilde. Originalmente publicada en el siglo XIX es uno de los clásicos de la literatura occidental en donde se cuenta la historia de un joven para quien lo único que vale la pena en la vida es la belleza y la satisfacción de los sentidos. Al concientizarse que un día su belleza se desvanecerá, Dorian accede a ser pintado en un retrato. Al ver la pintura terminada surge el deseo de mantener -para siempre- la misma apariencia del cuadro. Esto lo lleva a un pacto con fuerzas oscuras que le permiten mantener su belleza y juventud mientras que el retrato es el que envejece por él. Dorian vive en el hechizo narcisista de su propia hermosura intangible y envidiada. Su búsqueda del placer lo lleva a actos cuyas consecuencias las sufre solamente la imagen del cuadro que se va desfigurando. El personaje vive una extrema soledad. Todos van envejeciendo y muriendo y él permanece con su edad inalterable, lo cual lo lleva a no poder ser feliz. La inmortalidad resulta una pesada soledad. La eterna juventud tiene un precio muy alto. En su desesperación, rompe el pacto oscuro para sentirse liberado. Inmediatamente la vejez se apodera de él y el cuadro comienza a gozar de una extraña lozanía.
Dorian aprendió duramente el respeto del ciclo natural. Sintió –al fin- la vejez como una liberación. Hay cambios que son necesarios aceptar con realismo para lograr la verdadera libertad. La juventud también puede, con la tiranía de la belleza, imponer sus cadenas y ser una pesada esclavitud. No hay que sentir temor por envejecer. En todo caso, hay que tener miedo a envejecer mal.
4. El presente es nuestro tiempo
La etapa de los adultos mayores es juventud acumulada, decanta lo mejor que tiene el paso del tiempo y la adquisición de experiencias. Vivir el presente forma parte del reconocimiento saludable del envejecimiento. Éste es el momento y el tiempo de nuestra vida: el presente. No hay que decir -como una frase hecha- “en mis tiempos” no era así. El tiempo de cada uno es el presente en el que está. No el pasado que fue. No hay que relacionar la vejez con el pasado, la nostalgia, la memoria y los recuerdos. La vida y el tiempo son el presente. La existencia es todo lo que uno ha transitado, también los malos momentos que, con la perspectiva de los años y la distancia, pueden convertirse en momentos de aprendizajes.
Hay que perdonarse todo lo que uno se ha haya equivocado. La vida es un continuo ejercicio de ensayo y error. No hay que acumular culpas. Es preciso transitar liberaciones. Sólo si nos perdonamos a nosotros podemos también perdonar a otros. La falta de perdón es lo que envejece. Mientras más tiempo vivimos, más tenemos que reconciliarnos con todo y con todos. La vida es una reconciliación que hay que saber celebrar. Bendecir y dar gracias tienen que ser actitudes cotidianas. El tiempo es misericordia que se nos dispensa que para que arribemos a la otra orilla sin cuentas pendientes.
5. Detenerse es envejecer
En cualquier etapa humana hay que resolver la soledad. Sin embargo, en el ciclo en el que la soledad se hace más patente es en la ancianidad. Allí se acentúa y –a veces- hasta es mejor soportada que en otras etapas de la vida. Hay personas mayores que se acostumbran a estar solas y que, la compañía de otros, los perturba o los agota. Cuando están con otros, ellos necesitan marcar el tiempo y el límite de las presencias porque pueden resultarles cargosas o invasivas.
En la vejez es bueno que la persona, en la medida en que pueda, no pierda su diversificación. Es bueno que pueda seguir teniendo roles y funciones que realizar, aunque sean modestos y sencillos. Hay una soledad que se siente cuando nos quedamos sin nada que hacer y sin roles que cumplir. En la medida en que nos acercamos a la vejez, hay que seguir proyectando y soñando qué cosas podemos realizar. No hay peor vejez que aquella que no hace algo.
Hay que perder el miedo al ridículo y a la soledad, disfrutar y divertirse aún en esta etapa. Hay personas adultas que tienen hobbies, hacen deportes, siguen leyendo e informándose, despliegan una activa vida social y vínculos de amistad, realizan salidas y viajes: todo ayuda a que sea una intensa etapa de crecimiento y acción.
Cuando nos detenemos en la vida, comenzamos a envejecer, aunque tengamos 20, 30 ó 40 años. Lo que define el envejecimiento es la detención de la vida, no la detención del tiempo. Hay vidas que se detienen aunque el tiempo prosiga. Esas existencias son viejas aunque tengan en su haber pocos años.
6. El amor en los tiempos maduros
Antes el adulto mayor no tenía permiso para enamorarse. Los hijos, nietos y la sociedad lo veían mal. Enamorarse estaba fuera de lugar. Esta fuerte tradición cultural -por suerte- se ha modificado. Los adultos mayores tienen también, como cualquier otro ser humano, en cualquier etapa de su vida, el derecho a enamorarse.
El deseo de amar y de ser correspondido es inherente al ser humano en cualquier momento de la vida. La etapa de la vejez no queda al margen de esta condición. Cultivar el amor en la tercera edad es un verdadero regalo. No existe mayor medicina para vivir feliz. Los adultos mayores han tenido más tiempo y oportunidades que los jóvenes para aprender a amar de verdad. Han aprendido a compartir la vida, la enfermedad, los achaques, las despedidas de los hijos, la muerte de amigos, los múltiples fracasos y sufrimientos. El amor del adulto mayor otorga un sentido trascendente a la vida.
La capacidad de amar y ser amados son condiciones básicas de la calidad de vida. Este amor tiene tantas variables posibles como en la juventud. Hay adultos mayores -de ambos sexos- atractivos, seductores, amables, elegantes, divertidos y con sentido del humor. Hay matrimonios que han sobrevivido a todo y siguen juntos luego de muchos años de matrimonio. El amor -en esta etapa- adquiere formas diversas: es más afectivo, más amistoso, más tierno, más profundo, más aliado al compañerismo y más romántico. Ese amor otoñal es realista, acepta las arrugas del otro, las pequeñas manías, los gustos y las preferencias, los hábitos de la otra persona. Se ha pasado por el síndrome del “nido vacío” cuando los hijos se han ido y algunos pasan por el síndrome del “nido relleno” cuando los hijos –por diversas razones- vuelven al hogar.
Incluso la sexualidad de la pareja en esta etapa puede expresase en plenitud. Los amores y la sexualidad madura revelan lo mejor de la experiencia. Hay quienes creen falsamente que llegar a la vejez implica sepultar la sexualidad, la sensibilidad, la seducción, el erotismo y el amor. La sexualidad nos acompaña siempre, desde que nacemos hasta que morimos y que podemos ejercerla en cualquier fase del camino humano.
No hay que tener prejuicios que estigmaticen el amor en etapa humana. Disfrutar de la sexualidad no tiene que ver solamente con desarrollar cierta capacidad y eficiencia en destrezas amorosas; o tener cuerpos jóvenes, atléticos y potentes que garanticen tal experiencia.
Es cierto que -en la ancianidad- hay aspectos psicológicos, físicos, orgánicos y fisiológicos que, por el mismo envejecimiento, predisponen a una mayor vulnerabilidad, aunque también es real que compartir afectos, caricias y expresiones amorosas es muy gratificante.
La sexualidad no hay que descartarla de ninguna etapa humana necesariamente, aunque también es cierto que la sexualidad es más que el encuentro sexual. No hay edad para amar, ni para demostrar afectivamente lo que sentimos: dar y recibir una caricia, sentir el abrigo del abrazo y la ternura de un beso, no tiene precio alguno. El amor no tiene tiempo, ni edad. El verdadero tiempo humano y vincular es el tiempo del amor, aunque éste coincida con el tiempo de la madurez y la vejez. Un amor maduro y pleno es un privilegio que no todos alcanzar a tener, un el sueño de todo corazón humano.
7. La belleza de lo efímero
Entre las cosas buenas que pasan en la vida, una de ellas es el tiempo. La belleza de lo efímero hace que podamos vivir intensamente. Como no podemos apresar lo pasajero, debemos disfrutarlo siempre. No podemos retener la vida y su belleza.
Muchas veces nos ocurre que –mientras todo transcurre- no advertimos el paso del tiempo. Son los otros los que envejecen, nosotros pareciera que no, o al menos no somos conscientes. Sin embargo, hay momentos en que despertamos a la conciencia de nuestro propio devenir. Las nuevas generaciones nos hacen de espejo para que podamos vernos allí. Cada uno debe apropiarse del propio paso del tiempo en su rostro, en su cuerpo y en su alma.
Hay que contemplarse en el espejo de sí mismo y autodescubrirse. El rostro que tendré mañana no lo conozco. Lo adivino, lo intuyo por estos surcos que la vida me va regalando. El futuro ya está en mí y en mi carne. Todo es mañana y promesa. La vejez no es más que la verdadera desnudez de la existencia.
Después de todo, vivir siempre es glorioso, magnifico, fascinante –incluso- con sus sombras y dolores. Aún el sufrimiento nos hace brillar. La vida siempre merece ser vivida y celebrada, siempre merece un fuerte aplauso.